El plan viable para el país inviable o historia breve del ajuste argentino

El boxeador del liberalismo económico se vuelve a subir al ring de la historia argentina para dar, la que espera, sea la última de sus batallas. El problema es su rival, un conglomerado socio-territorial más vasto que aquel que el imaginario ortodoxo alude.

El liberal sabe que una oportunidad de tumbar al rival no se da en cualquier round, hay que ser preciso. Una cirugía, sin anestesia. Que esta metáfora pueda haberse realizado en 1958, 1975 o 2023 no es para nada un buen síntoma. El estudiante de historia se sorprende cuando escucha a Chacho Álvarez decir en 1990 lo mismo que Grabois en 2023. O encontrar en Alsogaray de 1958 un rápido paralelismo con Caputo (versión 2023); entre “hay que pasar el invierno” que dijo aquel, y el “hay que pasar el verano” que éste no mencionó, quizás para no regalarnos una referencia ineludible. El Caputo de hoy, el Rodrigo de ayer, forman parte de un loop que permite a los actuales tiktokers reírse con videos en blanco y negro de Tato Bores.

La narrativa del ajuste parte de un mito nacional, aquel que indica que Argentina es un país rico que se ha empobrecido desde las primeras décadas del siglo XX. Un país que en 1895 contaba con el PBI per cápita más alto del mundo (Milei dixit). Su deterioro responde a causas que van desde la industrialización por sustitución de importaciones, los salarios demasiado altos en relación a la productividad, la emisión monetaria, los precios atrasados y una estructura impositiva poco alentadora para las inversiones, entre otras causas que, por su extensión, podrían resumirse en doce puntos fundamentales de política económica o 366 artículos de un decreto presidencial. La narrativa (la de ayer y la de hoy es la misma) no innova en sus argumentos: un punto límite de carácter irreversible, donde las alternativas no abundan y siempre existe un escenario peor que el ajuste en sí mismo.

Sin embargo, sus argumentos no solo se nutren de las aguas que ofrecen los ríos de las excusas. Aquellos siempre han tenido un carácter refundacional que propone devolver al país a las sendas de crecimiento genuino del cual solo la más oscura demagogia e irresponsabilidad fiscal han sabido alejar. Un pasado de progreso que resulta, a los ojos de los contemporáneos, cada vez más lejano. Sentar las bases (Alberdi dixit) de un nuevo país que no es, en verdad, otro que el que la demagogia ha sabido arrebatar. Es justamente por esto que la restauración requiere una vinculación, muy argentina por cierto, entre las fuerzas de la libertad y las fuerzas del autoritarismo, fenómeno que había parecido quedar restringido para los anales de historia del siglo XX. La historia, evidentemente, no terminó.

Hacia 1958 la llegada de Arturo Frondizi al poder parecía sintetizar un cambio de etapa en la política argentina: una simbiosis ideológica que logró confluir votantes peronistas, católicos y de izquierda. Luego de un año de haber asumido, sin embargo, y por presión de las fuerzas armadas, el mandatario debió recurrir como ministro de economía a Álvaro Alsogaray, militar de familia, liberal hasta la médula y ex ministro de industrias de la revolución libertadora. Frondizi había aplicado una megadevaluación al llegar al gobierno que provocó que por primera vez en la historia argentina la inflación superase los dos dígitos. La llegada del nuevo ministro de economía en junio de 1959 es recordada por un clásico citado más arriba “hay que pasar el invierno”. Si bien el rumbo económico se enderezó, en un contexto de clara hegemonía keynesiana y un mundo atravesado por la movilización social, el gobierno vivió claras tensiones entre la política del ministro y el clima de época. Aquel sostenía una línea económica neoclásica. Su reducción de personal público y  congelamiento de los gastos del estado enfrentó una fuerte oposición de sindicatos y resistencia de la sociedad, lo que agravó la crisis política del gobierno; Alsogaray renunció en 1961. Sin embargo, su carrera política no se detuvo; hacia 1966 representó a la embajada argentina en Washington durante la dictadura de Juan Carlos Onganía. Éste, tendrá como ministro a Krieger Vassena, quién aplicó medidas ortodoxas neoclásicas para paliar la alta inflación heredada y la restricción interna. Sus medidas provocaron las insurrecciones populares de 1969 que motorizaron la caída del régimen militar y el regreso del peronismo al poder, cerrando un ciclo iniciado dieciocho años antes. Después de todo, el compañero Krieger hizo un gran aporte a la causa nacional…

Hacía 1975 esta deambulaba en la crisis política del gobierno de Isabel. La Argentina ya llevaba entonces su segundo signo monetario, el recordado Peso Ley 18.188. En junio la llegada de Celestino Rodrigo llevó adelante un ajuste (no menor que el que Caputo hoy en día) el cual consistió en devaluar el peso, aumentar los servicios públicos y los combustibles un 180%. La inflación pasó de 24% en 1974  a 180% en 1975. Desde entonces el mal inflacionario persistirá en niveles altos hasta la llegada de Carlos primero de Anillaco y Domingo de San Francisco. Luego del 21 de diciembre de 2001 el neoliberalismo se convirtió en un cadáver político (sin olvidar el ajustazo de López Murphy en marzo de 2001 que la velocidad de la crisis dejó en un segundo lugar) y los 90 una referencia histórica negativa esgrimida con asiduidad por los poseedores del poder político. Sin embargo, una década de ambivalencias le ha permitido al fantasma, al boxeador, al antihéroe de esta historia, regresar al ring del cual nunca quiso bajarse. 

Aquí viene la contradicción dialéctica del ajuste en Argentina: La refundación implica, así sin más, una transformación tan grande  que puede poner en peligro la existencia misma de los argentinos y es por eso que hoy día muchos votantes de Milei empezaron a entender por qué libertad es un concepto polisémico, que llevado a la praxis requiere invariablemente la aplicación de prácticas represivas y autoritarias. El plan propone una apertura indiscriminada de los mercados, produciendo que la gran mayoría de las industrias domésticas se fundan; la reducción del salario, que provoca lo mismo con los comercios minoristas, y así la parálisis deja un tendal de Pymes desaparecidas. Después de eso, en teoría viene un reordenamiento de la oferta y demanda de bienes y mercados, que permitiría fijar los precios en niveles más altos pero verdaderos, lo que sus apologéticos llaman sinceramiento. La paridad con el dólar encarecería una economía ya demasiado costosa para la mayoría de los argentinos que venden y compran en pesos. 

El problema del plan es que poco ofrece para ver y allí redunda la apelación moral (¿Alguien la vió por ahora?), no es inviable el plan, sino el país, su población, instituciones y su barbarie, algo mucho más amplio que las alusiones a la burocracia sindical o la casta empresarial. Allí se justifica el fujimorazo, los camiones hidrantes y la infantería expectante frente a 25 jubilados e indigentes (que la evolución de los últimos años los está convirtiendo en sinónimos). 

El boxeador sube al ring bajo un discurso de austeridad dirigido a personas que no se caracterizan por vivir en la opulencia. Su bata dice “no hay otra alternativa”. En frente tiene un duro rival, el campeón del gasto público, repleto de símbolos nacionales, presunto defensor de la patria y sus habitantes. El resultado de esta lucha, mucho más pareja de lo que creen los adversarios, dependerá de las fuerzas que guíen al péndulo argentino entre la modernidad y la barbarie (o el cipayismo y la nación).

El boxeador sabe que no tiene mucho tiempo, el golpe debe ser fuerte, y en lo posible,  letal.